Want It All, que decía Queen. Pero ¿estaban equivocados? A la luz de ciertos estudios, en parte. Querer cada vez más, quererlo todo, es lícito, e incluso puede ser sano: después de todo, como especie hemos evolucionado en parte gracias a ese anhelo por poseer.
Pero el problema surge cuando empezamos a tener demasiadas cosas o, aún peor, cuando nuestra autoestima depende de la obtención de esas cosas y nuestras expectativas son demasiado elevadas.
Hoy, pues, voy a hablaros del problema del estatus y la autoestima.
Nuestros objetivos determinan lo que interpretamos como triunfo y lo que debemos considerar como un fracaso. William James( 1842-1910), profesor de psicología de Harvard, ha dedicado toda su carrera a convertirse en un psicólogo preeminente. (De hecho, James es el primer investigador que analizó metódicamente el fenómeno de la autoestima). Por lo tanto, según él mismo admite, puede llegar a sentir envidia e incluso vergüenza si se encuentra con otras personas que saben más psicología que él, o peor aún: si no son psicólogos de profesión pero atinan con alguna reflexión más allá de sus reflexiones.
Sin embargo, James nunca se ha propuesto aprender griego antiguo, de modo que si conocía a alguien que era capaz de traducir perfectamente los clásicos griegos podía sentirse impresionado, quizá, pero raramente amenazado en su estatus. “Sin intento no puede haber fracaso y sin fracaso no hay humillación”.
Nuestra autoestima depende por completo de en qué basamos nuestras acciones y nuestros intereses. Cada uno de nosotros participa en carreras distintas, aunque haya medallas comunes. Nuestra autoestima está determinada por la proporción existente entre nuestras realidades y nuestras supuestas potencialidades.
Por lo tanto, cualquier aumento de nuestras expectativas también conlleva un incremento del peligro de humillación. Para determinar nuestras posibilidades de lograr la felicidad es crucial saber qué consideramos normal.
Así pues, existen dos estrategias para aumentar nuestra estima. La primera y más obvia consiste en tratar de conseguir más cosas. La otra, reducir el número de las que queremos lograr. James señala las ventajas del segundo enfoque:
Renunciar a las pretensiones es un alivio tan bendito como verlas cumplidas. En el corazón surge una extraña ligereza cuando aceptamos de buena fe nuestra propia insignificancia en una determinada área. Qué placentero es el día en que renunciamos a tratar de ser jóvenes o delgados. “¡Gracias a Dios!, nos decimos, “esas ilusiones se han ido”. Todo aquello que añadamos al sujeto es un peso tanto como un orgullo.
Parece que la vida, a este respecto, deba parecerse a la del burro que persigue esa zanahoria que cuelga siempre a unos centímetros de su belfo. Lo peor que le puede pasar al burro es que finalmente logre alcanzar la zanahoria, pues ya no tendrá qué perseguir. Lo mejor: que el burro sea capaz de vez en cuando de no mirar la zanahoria.
Pero el problema surge cuando empezamos a tener demasiadas cosas o, aún peor, cuando nuestra autoestima depende de la obtención de esas cosas y nuestras expectativas son demasiado elevadas.
Hoy, pues, voy a hablaros del problema del estatus y la autoestima.
Nuestros objetivos determinan lo que interpretamos como triunfo y lo que debemos considerar como un fracaso. William James( 1842-1910), profesor de psicología de Harvard, ha dedicado toda su carrera a convertirse en un psicólogo preeminente. (De hecho, James es el primer investigador que analizó metódicamente el fenómeno de la autoestima). Por lo tanto, según él mismo admite, puede llegar a sentir envidia e incluso vergüenza si se encuentra con otras personas que saben más psicología que él, o peor aún: si no son psicólogos de profesión pero atinan con alguna reflexión más allá de sus reflexiones.
Sin embargo, James nunca se ha propuesto aprender griego antiguo, de modo que si conocía a alguien que era capaz de traducir perfectamente los clásicos griegos podía sentirse impresionado, quizá, pero raramente amenazado en su estatus. “Sin intento no puede haber fracaso y sin fracaso no hay humillación”.
Nuestra autoestima depende por completo de en qué basamos nuestras acciones y nuestros intereses. Cada uno de nosotros participa en carreras distintas, aunque haya medallas comunes. Nuestra autoestima está determinada por la proporción existente entre nuestras realidades y nuestras supuestas potencialidades.
Por lo tanto, cualquier aumento de nuestras expectativas también conlleva un incremento del peligro de humillación. Para determinar nuestras posibilidades de lograr la felicidad es crucial saber qué consideramos normal.
Así pues, existen dos estrategias para aumentar nuestra estima. La primera y más obvia consiste en tratar de conseguir más cosas. La otra, reducir el número de las que queremos lograr. James señala las ventajas del segundo enfoque:
Renunciar a las pretensiones es un alivio tan bendito como verlas cumplidas. En el corazón surge una extraña ligereza cuando aceptamos de buena fe nuestra propia insignificancia en una determinada área. Qué placentero es el día en que renunciamos a tratar de ser jóvenes o delgados. “¡Gracias a Dios!, nos decimos, “esas ilusiones se han ido”. Todo aquello que añadamos al sujeto es un peso tanto como un orgullo.
Parece que la vida, a este respecto, deba parecerse a la del burro que persigue esa zanahoria que cuelga siempre a unos centímetros de su belfo. Lo peor que le puede pasar al burro es que finalmente logre alcanzar la zanahoria, pues ya no tendrá qué perseguir. Lo mejor: que el burro sea capaz de vez en cuando de no mirar la zanahoria.