por Mª Ángeles Sierra.
Se suele llamar muy frecuentemente radicales a quienes acostumbran a ir con la verdad, la fuerza de la razón, el sentido común, la justicia y la igualdad por delante.
Radicales, trasnochados, inflexibles y un incontable número de adjetivos de tendencia peyorativa, que lo que pretenden es justo lo mismo que se les atribuye, radicalizar la situación hasta el punto de neutralizar la acción, por la sencilla razón de que cuentan con la baza de la transparencia de los” radicales”, sin la que por otra parte no pueden viajar por el mundo y de la que en definitiva se aprovechan.
Suele tratarse de un juego social, en el que en la mayoría de las ocasiones, se rompe el equilibrio y se descompensa la situación a favor de una masa “tolerante” que no acaba siendo más que una masa permisiva con las irregularidades e injusticias que le toca soportar, víctima en definitiva del miedo a desentonar dentro del entorno y tener con ello de algún modo que sentirse excluida. Una sociedad que cambia inclusión por trampa y contribuye con ello a la minoración evolutiva social de una forma inconsciente e incluso, me atrevería a decir que en ocasiones, perversa.
Suele ser un líder o grupo de líderes, representantes, etc, quienes marcan la pauta de la desaprobación de estas personas, para que esa misma desaprobación, se encarnice a través de su cadena de caciques en discriminación, -unas veces activa y otras veces sibilina-, hasta llegar a retirar de entre sus filas o grupos de actores a estos elementos en discordia, generalmente oponentes de una serie de intereses erráticos o desvergonzados.
La función del cacique es fundamental porque supone un elemento compromisario, de efecto multiplicador, basado generalmente en personalismos de tipo favoritista y amiguista que va entretejiendo la red social provocadora del rechazo, a la par que asegura y perpetúa la impunidad de sus promotores.
España es un país en el que imperan estas formas a lo largo y ancho de los cuatro puntos cardinales, quizás por su anclada historia ancestral de tendencia religiosa, medieval, monárquica, franquista; de sometimiento implantado, arrastrado y perpetuado a lo largo de siglos y siglos, transmitido de generación en generación, como si se tratase de una parte intrínseca de nosotros mismos, cuando no es ni más ni menos que un pésimo vicio adquirido
Mantener las formas, la corrección, el protocolo, o desdibujar con el eufemismo, suelen ser las herramientas más hipocritamente utilizadas, contra la transparencia de los defensores de un radicalismo ideológico, confundiendo por la hipócrita similitud, -con ello-, a los cuerpos del caciquismo que en la mayoría de las ocasiones se dejan por las apariencias y escasas prebendas, además de burla que reciben, manejar como meros títeres al servicio de sus señores, los mismos que en la práctica les acaban negando el pan y la sal.
Es difícil, por no decir imposible, erradicar este vicio social, descompensador del camino hacia una humanidad más justa y entregada a si misma, cuya presencia, siempre hará quebrar cualquier tendencia política o cualquier ideología humanitaria, pese a que bastan a veces cuatro palabras para quitarle a este vicio la vida, porque nuestros derechos, los de todos, no son,- o no deberían ser-, ni negociables, ni manipulables. Radicalidad en la ideología. Claro, que mientras en el mundo haya un solo hombre tan rico como para poder comprarlo todo o tan pobre como para venderse por nada, con esta condenada cadena no se termina.