Javier Ortiz
Sueño con Jamaica. Estoy sentado detrás de una mesa negra, rodeado de papeles, delante de una pared de la que cuelgan fotografías de desolación y soledad, entre proyectos de artículos y pilas de opinión que me reclaman. Y estoy volando hacia Jamaica.
La pantalla de fósforo verde me mira adusta. Me está pidiendo impaciente su ración cotidiana de formatos y de claves. Pero hoy –¿qué me pasa?– sólo veo en ella reflejos de espuma blanca sobre un mar de azul intenso. Un mar bajo el sol: bajo ese fiero sol de pasión que ilumina eternamente el puerto de Kingston, en Jamaica.
Sueño con Jamaica. Jamaica es una isla (no sé por qué os lo cuento, si ya lo sabéis); Jamaica es una isla primitiva, anárquica y bellísima, con casas de hojalata que desembocan en largas playas de arena fina y blanca. En Jamaica todo está por hacer, y uno puede vivir con la esperanza en la punta de los dedos, pensando que todo es aún posible y que el futuro existe. Y las gentes son sencillas, y sus sentimientos, espontáneos y directos, y hasta los asesinos son capaces de explicar lo que hacen sin recurrir a teorías sociológicas o sesudos estudios de mercado: matan –ya veis, qué cosas–, y matan porque odian y porque aman, y esos es todo, y nadie le da más vueltas.
En Jamaica, el tiempo no cuenta apenas nada. La gente es tranquila e impuntual, y muy pocos son los que admiten que les impongan una cita: ellos quedan y, al final, aparecen, pero no miran el reloj ni se preocupan por horarios.
Sueño con Jamaica, y en la Jamaica en la que yo sueño nadie se levanta la voz, y el ruido es sólo algarabía callejera, y los policías no dan miedo, aunque asusten un poco con los ruidosos piropos que lanzan a las muchachas que circulan en bicicleta y a las que el aire levanta sus faldas de mil colores.
Tal vez esa Jamaica en la que estoy soñando no exista. Tal vez esto que os estoy contando sea sólo el fruto de películas y carteles de turismo asomados a los escaparates de las agencias de viaje.
Nunca he estado en Jamaica, y es probable que nunca la vea. Me da igual. Mejor que sea así.
Mi Jamaica, esta Jamaica en la que hoy sueño, me vale porque es quimera, porque ocupa el espacio del no-aquí, porque me ayuda a imaginar que podríamos ser otros.
Y sueño, y me voy a Jamaica para mejor sentir mi distancia ante lo que veo: calles grises, gente triste. Y sueño con Jamaica para reclamar de mi más alegría, para pensar que todos podemos romper con todo, que somos capaces de no acudir puntuales a las citas, de reírnos de los estudios sociológicos que explican la muerte, de creer que el porvenir que nos espera no está condenado a ser de por vida un tiempo para el llanto.
Jamaica o muerte. Venceremos.
La pantalla de fósforo verde me mira adusta. Me está pidiendo impaciente su ración cotidiana de formatos y de claves. Pero hoy –¿qué me pasa?– sólo veo en ella reflejos de espuma blanca sobre un mar de azul intenso. Un mar bajo el sol: bajo ese fiero sol de pasión que ilumina eternamente el puerto de Kingston, en Jamaica.
Sueño con Jamaica. Jamaica es una isla (no sé por qué os lo cuento, si ya lo sabéis); Jamaica es una isla primitiva, anárquica y bellísima, con casas de hojalata que desembocan en largas playas de arena fina y blanca. En Jamaica todo está por hacer, y uno puede vivir con la esperanza en la punta de los dedos, pensando que todo es aún posible y que el futuro existe. Y las gentes son sencillas, y sus sentimientos, espontáneos y directos, y hasta los asesinos son capaces de explicar lo que hacen sin recurrir a teorías sociológicas o sesudos estudios de mercado: matan –ya veis, qué cosas–, y matan porque odian y porque aman, y esos es todo, y nadie le da más vueltas.
En Jamaica, el tiempo no cuenta apenas nada. La gente es tranquila e impuntual, y muy pocos son los que admiten que les impongan una cita: ellos quedan y, al final, aparecen, pero no miran el reloj ni se preocupan por horarios.
Sueño con Jamaica, y en la Jamaica en la que yo sueño nadie se levanta la voz, y el ruido es sólo algarabía callejera, y los policías no dan miedo, aunque asusten un poco con los ruidosos piropos que lanzan a las muchachas que circulan en bicicleta y a las que el aire levanta sus faldas de mil colores.
Tal vez esa Jamaica en la que estoy soñando no exista. Tal vez esto que os estoy contando sea sólo el fruto de películas y carteles de turismo asomados a los escaparates de las agencias de viaje.
Nunca he estado en Jamaica, y es probable que nunca la vea. Me da igual. Mejor que sea así.
Mi Jamaica, esta Jamaica en la que hoy sueño, me vale porque es quimera, porque ocupa el espacio del no-aquí, porque me ayuda a imaginar que podríamos ser otros.
Y sueño, y me voy a Jamaica para mejor sentir mi distancia ante lo que veo: calles grises, gente triste. Y sueño con Jamaica para reclamar de mi más alegría, para pensar que todos podemos romper con todo, que somos capaces de no acudir puntuales a las citas, de reírnos de los estudios sociológicos que explican la muerte, de creer que el porvenir que nos espera no está condenado a ser de por vida un tiempo para el llanto.
Jamaica o muerte. Venceremos.