El sectario no conoce oponentes, el lenguaje de la política. Sólo tiene enemigos, el lenguaje de la guerra. En su mezquindad insulta, agrede, vilipendia, amenaza, arremete, injuria, increpa, agravia. No recurre al argumento ni a la razón. Sólo desea ver destruido a quien no piensa como él. Teme al espíritu libre y al pensamiento crítico. Califica de traidor a todo el que no coincide milimétricamente con su ajado y caduco discurso. Si sus palabras pudieran matar, lo harían.
No se mueve en la reflexión sino en las certezas reveladas e inmutables. Si el mundo cambia, peor para él. Sus sagrados principios se escriben siempre con mayúscula inicial. La teoría y la corriente de pensamiento es para él como la farola para el borracho. No la busca para alumbrarse sino para abrazarse a ella y no caerse.
Se sabe un superviviente, un eslabón perdido entre un pasado que no volverá y un mundo que se escapa a su comprensión. Sueña con un mundo ya finiquitado lleno de lo que cree viejos dinosaurios pero, en su interior, se siente un pigmeo perdido ante una sociedad que lo ignora.
Como mitómano nostálgico, el presente se le hace carente de interés, extraño e ingrato porque no le permite desplegar la proyección épica de su propia frustración.
Ha vaciado sus totems de toda arista, duda, rasgo de humanidad o punto de incertidumbre. Jamás se le ocurriría verlos como estímulos que sugieren, como incitación a pensar.
No se mueve en la reflexión sino en las certezas reveladas e inmutables. Si el mundo cambia, peor para él. Sus sagrados principios se escriben siempre con mayúscula inicial. La teoría y la corriente de pensamiento es para él como la farola para el borracho. No la busca para alumbrarse sino para abrazarse a ella y no caerse.
Se sabe un superviviente, un eslabón perdido entre un pasado que no volverá y un mundo que se escapa a su comprensión. Sueña con un mundo ya finiquitado lleno de lo que cree viejos dinosaurios pero, en su interior, se siente un pigmeo perdido ante una sociedad que lo ignora.
Como mitómano nostálgico, el presente se le hace carente de interés, extraño e ingrato porque no le permite desplegar la proyección épica de su propia frustración.
Ha vaciado sus totems de toda arista, duda, rasgo de humanidad o punto de incertidumbre. Jamás se le ocurriría verlos como estímulos que sugieren, como incitación a pensar.
Se trata del iconoclasta profesional. Ese ser para el que nadie es respetable y todos traidores a la causa, salvo él mismo. Tiene tan elevada imagen de sí que nadie más que él es de una sola pieza.
Es el derrotista e hipercrítico trovador de las traiciones y los errores ajenos. No reconoce que todo ser humano, corriente de pensamiento, político o trayectoria, tienen luces y sombras y que el balance final es un compendio de ambas, en la que la capacidad de ser generoso y justo en el juicio engrandece al juez.
Es el sectario maximalista del “háganse las cosas como yo digo o húndase el mundo”.
Es el derrotista e hipercrítico trovador de las traiciones y los errores ajenos. No reconoce que todo ser humano, corriente de pensamiento, político o trayectoria, tienen luces y sombras y que el balance final es un compendio de ambas, en la que la capacidad de ser generoso y justo en el juicio engrandece al juez.
Es el sectario maximalista del “háganse las cosas como yo digo o húndase el mundo”.
Frente a la secta, que se afirma en la depuración incluso de sí misma, porque todos son sospechosos, hasta que el triunfo final es la unicidad exclusiva del “todos traidores menos yo”, el único camino es el diálogo, la negación de las verdades absolutas, la comprensión de que juntos sumamos y divididos nos empobrecemos