Cuando yo era pequeña, solía escaparme del mundo en todos aquellos momentos en que me era posible, que no eran muchos ciertamente, porque vivía bajo el imperio del clero hospitalario, especialmente femenino y las monjas solían controlarlo todo. Claro que aprendimos a escapar a sus controles y a aprovechar y saber reconocer los momentos en que aquello podría hacerse.
Unos a otros, pequeños todos, pero espabilados, nos íbamos dando las claves para crear dentro de ese mundo, nuestro propio mundo de libertad unas veces compartida y otras veces en solitario.
No logro olvidarme nunca del precioso Sauce llorón, que adornaba uno de los rincones traseros de aquel inmenso edificio hospitalario que de hospitalario tenía bien poco, donde los días y peor aun las noches lejos de mis padres y de mis hermanos se me hacían interminables.
Algunas noches, el propio llanto, que debía de brotar de lo más profundo del alma mientras dormía conseguía despertarme medio ahogándome entre aquella mucosidad que la llorera me iba creando. Cuando despertaba, solía callar de inmediato, -por miedo-, tras sorberme los mocos hacia adentro, porque de ser sabido al día siguiente por las monjas, la bronca, regañina o riña podría resultar un elemento más de insoportabilidad que añadir a la lista de mis tristes y amargos momentos de infancia en aquel lugar que me era hóstil donde pasaba días y días sin ver progreso en la razón por la que decían haberme llevado, porque iba a curarme. Era tan pequeña que ni si quiera sabía de qué pero tenían que curarme. Es más pensaba o mejor dicho, sentía incluso, que aquella situación bien podría hacerme enfermar porque seguía alejada por largas temporadas de mi verdadero mundo, que era para mi lo más necesario, lo más grande y sin duda que con años apenas 6 años de edad, lo más saludable.
El sauce llorón, por el que nada más verle me sentí atraída era para mí como una especie de amigo o refugio entre el que en ocasiones me envolvía para no ser vista por nadie y poder llorar con él y como él a su lado. Solo un sauce llorón oculto en uno de los rincones menos frecuentados, tal vez por llorón, podría comprender a una niña llorona a la que no le consolaba, nada de cuanto la ofrecían, ni la motivaba en ninguna dirección aquello que la reprimían, porque su pensamiento estaba siempre centrado en el seno de su familia.
Ahí pasaba largos ratos ocultando mi presencia, mis deseos mis pensamientos de niña y mis lágrimas bajo las lágrimas que formaba el ramaje de aquel preciosísimo árbol que para mi que me escuchaba y me entendía porque era el único ser vivo capaz de darme un poco de paz y de consuelo en aquella dura etapa.
Nunca nadie supo de mis solitarios encuentros con aquel árbol, al que pasado un tiempo conseguí recompensar compartiéndole con mis más tarde inseparables amigos Toño y Miguel y con la construcción como ofrenda de una casita hecha con tablas de madera, ideada y construida entre los tres, con residuos que íbamos cogiendo de los basureros del hospital y que no fue descubierta hasta pasados cerca de los dos meses, cuando al bruto del padre superior, más grande que los días que allí me tocó pasar, le dio por dar un paseo por donde nunca paseaba y al descubrirla la endiñó una patada que acabó desmoronando el trabajo clandestino de tantos días nuestros y dejando nuevamente solo con su majestuosa llorera a nuestro amigo.
Toño, Miguel y yo nos quedamos a cuadros al descubrir que nuestro cobijo se había desmoronado; que el padre superior se había enfurecido y que debíamos retirar los restos de su agresión para siempre, seguro que con algún castigo, por haber llevado a cabo semejante idea, quizás no demasiado importante porque no logro recordarlo, o tal vez porque el castigo iba en la penitencia de ver nuestro proyecto de refugio derruido para siempre.
Miguel, rubiales, ágil, dicharachero y activo que además era un manitas se hizo cargo de las construcción. Cualquier utensilio que encontrábamos le servía para unir tablones, puntas, piedras, esparadrapos… Toño, moreno, con sus largas y negras pestañas, sus ojos oscuros inmensamente grandes, sencillo, natural, cariñoso y terco como nadie, servicial por excelencia, hacia con entusiasmo todos y cada uno de los recados de Miguel o míos. Y aquí, la llorona amiga del Sauce, a veces juguete de ceremonias de adultos para portadas florales, emprendió la faena de idear de tal manera, que aquella mini casa en la que los tres finalmente cabíamos a gatas, llegó a tener, además de forma, puerta, ventanas y hasta suministro de agua que canalizábamos vertiendo botellas de agua con una jeringuilla a través de las gomas del suero, sustraído todo de los basureros.
Conseguimos pasar momentos de felicidad y dicha, quien sabe si porque los tres, que además compartíamos edades, ante una misma necesidad reconstruíamos así nuestra familia.
Era nuestro hogar secreto y nosotros al parecer fuimos el nutriente secreto del sauce, en el que tal vez nunca nadie hubiese reparado, de no haberme dado a mi por llorarle, lo que me llevó a pensar que le ayudaba a ser más bonito, más consistente y más majestuosamente impactante.
Han pasado unos 40 años de mis tiempos de amistad con aquel inmenso, verde, brillante , discreto, atractivo y acogedor Sauce llorón y pese a que ya no le lloro, no son pocos los días en que por qué sí o ante la presencia de otro sauce, sonrío ante el recuerdo de un amigo natural del que ni quiero, ni puedo olvidarme.
¿Quién dijo que la naturaleza era sabia? A mi me lo dijo el Sauce.